A las tres y media de la tarde Santo Domingo era un hervidero. El hermano mayor, Benjamín Muñoz Freire, y distintos miembros de la Junta, corrían de un lado al otro revisando todos los detalles para preparar, un año más, su estación de penitencia.
Los primeros en llegar fueron los más pequeños, acompañados de sus madres que se agolpaban en la puerta para dejar a la cautela de la hermandad a su tesoro más preciado. Así, poco a poco, el patio del claustro del convento de Santo Domingo comenzaba a llenarse. Las secciones comenzaban a organizarse, y los responsables iniciaban el recuento. Mientras, la calle se iba llenando de numerosas personas que se agolpaban para ver un año más salir al Señor del Milagro.
El cortejo procesional iba tomando forma. Tras la llegada del cuerpo de acólitos, hicieron acto de presencia Los seises de la Catedral, acompañados por su director José Manuel Verdía, y por último, la Agrupación Musical Sagrada Cena. Eran las 15.45 horas y todo marchaba con exquisita puntualidad.
Una vez formado el cortejo en el patio, llegaba el momento de entrar en la Iglesia. En los primeros bancos los más pequeños bajo la atenta mirada de Nuestra Señora del Rosario, patrona de la ciudad. Tras la oración, por fin se abrieron las puertas de Santo Domingo y las campanas comenzaron a sonar, con fuerza y energía, de una forma que parecían decir al viento de Levante que se doblegara ante el Señor del Milagro. Y así fue, puntualmente a las 16.10 horas salía por la puerta la cruz de guía de la hermandad sacramental de la Sagrada Cena de Cádiz.
Poco a poco, las secciones comenzaron a salir y la banda comenzó a tocar la Marcha Real, Después, un grupo de voces blancas de los Seises de la Catedral anunciaban a la multitud congregada en la puerta de Santo Domingo, que el Señor del Milagro estaba ahí. Que un año más, volvería a recorrer las calles de la ciudad para hacer estación de penitencia en la Catedral, y como no, dar testimonio del Sacramento de la Eucaristía, que fue instaurado.
El paso, que se encuentra en fase de restauración, mostraba la madera al desnudo frente al brillante dorado de su frontal y trasera. Rosas rojas para los pies del Señor del Milagro y sus discípulos, y como no, una jarra y una palangana de plata, con una preciosa toalla de hilo blanco, en una esquina, recordando a la que el Maestro utilizó hace ya más de dos mil años.
Seguían llegando gente, que se agolpaban para ver el ansiado momento, y entonces en la penumbra de la Iglesia, una imagen apareció. El paso de Nuestro Señor se había puesto en movimiento, y en frente, una balcón se abrió. Era Rosario Valentín, alumna de la Escuela de Saetas de la Hermandad que dedicó la una saeta al Señor del Milagro. Se hizo el silencio, y la emoción se apoderó del público, emoción y asombro, el de los turistas que con sus cámaras inmortalizaban el momento de haber vivido una Semana Santa en la Tacita de Plata.
Tras Rosario, fue otra alumna de la Escuela, la que acantóa Nuestro Padre una oración hecha canción, mientras el paso comenzaba a moverse, lentamente, para bajar el Compás de Santo Domingo buscando Sopranis de camino a la Catedral.
Tras el paso, un grupo de mujeres y hombres, portaban velas. Eran la penitencia que acompaña a la hermandad.
Los aplausos sonaban con fuerza, y en ese momento la banda entró al ritmo de la marcha Sagrada Cena, mientras continuaba su procesionar por la calle del Compás y llegar a la Seo gaditana para realizar, en segundo lugar, su estación de penitencia.



